Textos ganadores del VI certamen literario de Manoteras

VI Certamen de narrativa 2017- Textos ganadores

 

 

Título: Escribir un relato

 

¡Llegó la hora! Ahora mismo me toca escribir mis páginas de hoy. Esta novela es, principalmente, una historia de piratas, del mar y de un naufragio. ¿Cómo será una isla desierta? O, peor aún,… ¿qué se sentirá al naufragar? Pensaba que la respuesta estaría en algún lugar lejano, pero al pensar en lo que me rodeaba supe que esa idea que tenía era completamente errónea.

 

¿Cuántas veces me ha parecido estar solo o me he sentido asustado? ¿No estarán todas las respuestas relativas a mi vida y al entorno que me rodea escritas en mi novela?

 

Me puse manos a la obra. Oí la máquina de café silbar,… ¿no podía ser aquello mi peligrosa y venenosa serpiente? El sonido de la ducha, ¿no podía ser aquello las olas rompiendo contra el alto acantilado de mi inexplorada isla? Oír a mi vecino roncar,… ¡ése será mi fiero león! Podría decir muchas cosas más, pero las saltaré.

 

Las novelas no tienen por qué estar dentro del escritor, sino también fuera de él, en su entorno. Aunque el naufragio sea algo malo, el placer, la emoción, la felicidad y una sensación mágica, nunca lo serán.

 

 

 

José de la Calle, 13 años  – 1º premio infantil

 


 

Llovía (En Manoteras)

Llovía intensamente, creo, mientras caminaba sin rumbo por Manoteras. Antes debo presentarme, me llamo Jorge, vivo en Madrid, tengo 44 años y trabajo en unos grandes almacenes del centro. Acabo de descubrir algo raro. Estoy

 

casado, tengo dos hijos y vivo en un chaletito en la parte alta de mi barrio.

 

Hasta las 11:45 de hoy, 15 de diciembre de 2017, mi día había transcurrido sin complicaciones. De hecho, desde 1973, toda mi vida había transcurrido de una manera muy normal, demasiado normal diría yo. Pero en fin, como se suele decir, esa es otra historia…. y además, es aburrida. Mi matrimonio, como el resto de mi vida, era tan solo monótono. Olga era muy bonita, la había conocido en la Universidad Autónoma donde estudiábamos Filosofía y donde

 

acabamos por salir los tres, Olga, Kant y yo. Me eligió a mí. Ha sido una sensación muy rara. Me he dedicado a todo excepto a la Filosofía, me casé a los 25 años mientras repartía pizzas en vespino y ponía copas por las noches.

 

Olga, a quien debo mis dos hijos, sólo ha trabajado en casa aunque, eso sí, con mucha filosofía. Probablemente no sea así, pero creo, que el barrio me mira y lo que es peor, creo que todos lo saben. Odio decirlo pero también acabo de descubrir que nunca he paseado por Manotas, vaya día he elegido, nunca antes he observado a mis vecinos, en definitiva podía vivir en Vallecas y no haberme enterado hasta hoy.

 

Es extraño, la calle hoy es un hervidero de personas que corren, hablan, gritan, sueñan, e incluso tropiezan, pero yo ando muy relajado, deslizándome entre ellos cual bailarín de ballet clásico. Llueve mucho, me da igual y voy a……intento ir a…… dejémoslo en que simplemente voy. Llevo casi un mes de baja y sin embargo no recuerdo la última vez que salí con amigos, la última que hablé con mi familia, ni la última que acaricié la piel de mi mujer, en definitiva, a pesar de disponer de más tiempo libre cada vez me aíslo más del mundo exterior.

 

Aún no os he hablado de mis hijos, Beatriz la primogénita tiene 14 años y es tan guapa que a veces, cada vez más, dudo haber contribuido yo en algo y Manuel el pequeño tiene 10 y juega tan bien al fútbol en el Spartac y es tan hincha del Madrid, que su mundo se reduce al fútbol y espero que a ESO de los estudios. Cuando entro a la clínica, siento decenas de ojos que se clavan en los míos, en mi cara, en mi perfil, en mi nuca, todos me miran. En la calle lo sabían pero aquí debe de estar escrito en los tablones o debe ser evidente, no lo sé. A Pedro lo conozco desde la infancia, estudiamos juntos, con Méndez Núñez y Arturo Soria, hasta antes de la universidad. Allí sus pasos se encaminaron a la medicina, abandonándome por un mundo repleto de enfermeras, como el canalla por aquel entonces. Solo había algo, que le gustaba más que ayudar a la gente enferma y esto eran las mujeres y si iban de blanco mejor, cómo mi hijo, hasta en esto era madridista. No se había casado nunca, pero jamás le había visto acudir sólo a algún acto social, siempre había alguna mujer dispuesta a compartir ése y más tiempo con él. En fin, era apuesto, soltero y con dinero con lo que era normal que tuviera éxito con ellas.

 

Me había fracturado un brazo haciendo cómo que jugaba al baloncesto con el equipo de la empresa pero no era ese el motivo por el que había ido a la clínica de Pedro. La clínica Alicún 12 es una clínica especializada en parejas con problemas para tener hijos. Olga y yo habíamos sido asiduos durante varias años, en los que, aprovechando que era de Pedro, nos sometimos a varios tratamientos de fertilidad que poco después desembocaron en el nacimiento de nuestros hijos. ¿Era él?. Cuando entré en la consulta, Pedro, que terminaba de introducir en el ordenador los últimos datos de la visita anterior, me miró por encima de las gafas, sonrió tímidamente y me dijo que me sentara. Así lo hice, ni siquiera me quite la gabardina, con lo que empapé la silla entera, pero él, ni se inmutó. Le pregunté si era él y me miró sorprendido como sin saber a que me refería. Volví a preguntárselo y por fin me contestó con un lacónico, “no entiendo a qué te refieres”, mientras seguía ensimismado con el ordenador. A pesar de tener en cabestrillo el brazo izquierdo no me fue difícil meter mi otra mano en el bolsillo de mi gabardina y sacar el cuchillo que alguien, puede que yo, había metido ahí esta mañana. Me levanté, me lancé hacía él con el arma en la mano y mientras se incorporaba sorprendido se lo clavé en pleno cuello. Apenas balbuceó un simple “cómo….” antes de caer fulminado al suelo, bañado en un charco de sangre. Quiso decir“¿cómo lo sabes?”. Todo había sido muy raro y aún seguía siéndolo. Por la mañana había estado ojeando mis viejos álbumes de fotos y un escalofrío había recorrido mi cuerpo al ver una de las fotos. En ella posábamos David, más conocido como El Fiti, Pedro y yo. Apenas teníamos 10 años cada uno y éramos inseparables. Al verla, después de tanto tiempo, me estremecí como sé que jamás en mi vida volvería a hacerlo. Salí corriendo a la calle y llovía….

 

 

Mientras andaba hacía la clínica de mi hermano Pedro, en mi subconsciente se iba revelando foto a foto la película de mi vida. Después de todo no había sido tan monótona. Jamás pude tener hijos. Jamás me parecí a ellos. Olga era bonita, muy bonita. Pedro mataría por una mujer bonita. Con mi mujer en la cama, siempre sentí como si fuésemos tres. El tercero no era Kant. No paraba de llover, un policía, muy corpulento, me ponía las esposas y me empujaba a la parte de atrás del coche celular. Llovía en Manoteras…

Juan María Marín-Blázquez Peces - 45 años

1º premio categoría adultos

 

 

 


 

El reencuentro

Al colgar sientes un dolor lejano, casi ausente, aunque algo que no sabes describir se agita en tu interior, es una montaña rusa de recuerdos aislados y olvidos arrullados por la distancia. La vecina de tu madre es la que ha te ha dado la fatal noticia.

 

Apenas puedes atravesar el blanco y negro de tu infancia, queda tan lejana y tan impropia, tan falta de nombres, de calles, tan olvidada de juegos, de libros…tan perdida.

 

Vas a por un cigarro para distraer el insomnio, y al encenderlo, el mechero chamusca algún pelo díscolo, y el olor a quemado queda impregnado a ti, tanto, como la curiosidad por saber qué es lo que os había alejado

 

Abandonaste tu barrio y tu casa a los 17 años, con una urgencia que tu madre no entendía; ni motivos sentimentales ni el trabajo estaban detrás de tu decisión. Ponías  tierra por medio, y también mar, pero ¿por qué?

 

Desde el balcón de tu casa, observas la noche. Un viento cálido y húmedo llena tus pulmones, con la misma fuerza con la que buscas respuestas. Decides acostarte. Mañana velarás el cadáver de tu madre.

 

Son las 11 de la mañana, y pides al taxista que pare en la avenida principal. Te apetece caminar despacio por la calle ancha, franqueada a ambos lados por chopos y pinos  Es agradable sentir el frescor de sus hojas en vaivén. El olor a resina de sus troncos, redirige el pensamiento hasta la carpintería de Sebas, aquella en la que trabajaba tu padre, hoy convertida en bazar.

 

Las calles se recortan a medida que avanzas. Los perros libertarios escoltan el camino, mientras que una ráfaga de orines y excrementos ensucian el aire. Las casas bajas de tu infancia, ondeando frescura y jabón lagarto, resisten junto a otros edificios crecidos en altura. La lechería de Juan ya no está, y tampoco, los prados de la memoria. Las viejas siguen hilvanando la vida, perdurables, como la fritura añeja del Katanga.

 

Al llegar al portal, la muerte con su olor de flores te aborda con fuerza. No sabes por qué los muertos siempre te huelen a rosas, quizá, como un señuelo de su destino.

 

Esperas el  ascensor. La umbría del portal y la humedad procedente del sótano, te crean un desasosiego incómodo. Un sudor frío recorre tu frente, e imágenes confusas  sacuden tu cabeza.

 

Abres el ascensor y pasas. El espejo, reproduce el miedo de aquella tarde que volviste pronto  porque tenías que estudiar. La luz blanquecina se mezcla con el olor a alcohol revenido de un hombre que entra contigo y te pregunta a qué piso vas. Te clava sus ojos tóxicos, y su cuerpo se balancea nervioso. Instintivamente, te echas para atrás y creas distancia entre vosotros. Un silencio tenso presagia el vértigo. Saca una navaja que te deja inmóvil, reducida a temblores, mientras que la caja, a las órdenes del loco, no deja de  moverse en trayectoria vertical.

 

Gira tu cara y el bulto despreciable se abalanza sobre ti, y detrás, él y sus babas. Gritas, lloras, gritas y golpeas, pero él cierra tus bocas.

 

Luego el estremecimiento del vómito y el chorro del ultraje que empapa tu vestido. Huele a esperma caliente, a sudor y a culpa, a sangre y humillación.

 

Al salir respiras hondo. Tocas tu cara y sientes que alguna lágrima se ha quedado rezagada. Te limpias y dejas que la conciencia por fin cancele las deudas del olvido, mientras que el tufo a amoniaco del rellano te recuerda a qué venias.

 

 2º premio categoría adultos

KOMA


Cuarto y mitad

 Mi madre me reclutaba cuando tenía que ir al mercado, para que la ayudase con las bolsas a la vuelta a casa. Aparecía en mi cuarto ya vestida para salir, blandiendo el bolso y enarbolando el sombrero sobre su cabeza.

  Siempre me resultaba inoportuna. ¿No podía ser en otro momento?. Cuando me encontraba en lo mejor del tebeo, del montaje de algún invento con el Mecano o tocando el piano. Vaya fastidio.

 En aquella ocasión intenté usar la argucia del piano para librarme:

 —Jopé. Tengo que ensayar el ejercicio para mañana —protesté, con el ceño fruncido, alargando en tono lastimero las vocales finales de cada frase.

 —¿Qué tienes que preparar? —preguntó mi madre, que priorizaba todo lo que tuviese que ver con mi formación musical.

 —“Para Elisa” —solté despacio, bajito, intentando que no lo oyese, maliciándome que no colaría.

 En efecto, tenía muy buen oído: —Anda, anda. No me hagas reír. Esa piececilla te la sabes desde que eras chiquitín. Ayer te pasaste el día leyendo tebeos. Te recordé la clase de piano y dijiste que ya te lo sabías. Así que, andandito.

 Si había algo que me disgustaba en aquella época era el uso y abuso de mi madre de los diminutivos, sobre todo cuando se refería a mi: «bonito, chiquitín y la síncopa chitín, mi pequeñín, tesorete…». A mi pesar, a regañadientes y tras establecer mis condiciones, terminamos pactando, como siempre: no me volvería a llamar por ninguno de esos apelativos y, a la salida del mercado, me compraría una cosa que me rondaba por la cabeza. Si, la primera parte de la negociación nunca la cumplía, pero yo no perdía la esperanza.

 Vencida la pereza de dejar el mundo de los juegos y lecturas, y una vez en la lonja, tengo que reconocer que me gustaba aquella algarabía, colores, olores e incluso sabores, pues siempre le daban algo a catar al chico.

 Tenderos voceando sus mercancías y las pocas pesetas que costaban; mujeres portando las mallas de la compra, la cesta plegable de los huevos e incluso la lechera de aluminio —entonces los hombres no acostumbraban a hacer la compra en el mercado—; perros y gatos sin dueño; sí, perros y gatos macilentos husmeando por el lugar, deslizándose con discreción, sin llamar la atención de los tenderos. Corrían el riesgo de ser descubiertos, lo que conllevaba pena de expulsión inmediata del recinto. El encargado de hacer cumplir la sentencia solía ser el cruel chico del pescadero, paradigma de torturador de animales de la época, al que encantaba perseguirlos por el recinto y por el exterior hasta alejarlos. Ah, y el guardia urbano de uniforme, acompañando con solemnidad a su mujer a hacer la compra, colgando de su brazo. Nunca entendí bien qué hacía allí. Tal vez tan solo llevar las bolsas, como yo. Aunque años después he oído otra versión más relacionada con el cohecho y la dejación de funciones; eso si, a pequeña escala, de barrio.

 Los puestos que más me gustaban eran las charcuterías y los de encurtidos. Sus productos se podían degustar sin requerir preparación alguna, sobre la marcha. Allí siempre caía un lonchita de jamón, un trocito de queso, una corteza, una aceituna o una cebolleta en vinagre, mi favorita. Sin embargo, el olor del pescado me repelía. En aquella época no era mi alimento favorito.

 Mi madre conocía bien a su hijo. Mientras se dirigía a la pescadería, me encargó cuarto y mitad de mortadela de la charcutería. Ya le había oído solicitar esa cantidad en otras ocasiones, pero a mi me daba vergüenza; me gustaban las mates y ya había hecho suficientes quebrados y proporciones en el colegio para saber que aquello podía expresarse con mayor corrección.

 Pedí la vez, en voz baja, como si estuviese haciendo algo malo, como cuando me confesaba de mis «pensamientos y palabras impuros». Qué mal rato. No se por qué me daba tanto apuro aquello. Me pidió la vez una señora que me dijo que se la guardase mientras iba a la huevería. Pronto se me coló otra señora. A los niños no se nos respetaba mucho que digamos, y menos a mí, que siempre he sido bajito. La descarada sabía que no me atrevería a protestar. Aún estaba indignado y refunfuñando en mi interior cuando por fin llegó mi turno. Le pedí al charcutero 400 gramos de mortadela. Muy seguro, me corrigió: «Eso es un poquillo más de cuarto y mitad».

 A la salida, en el pasaje de acceso al mercado, estaba la papelería quiosco. No había salido ningún nuevo Guillermo, pero me hice con el Pulgarcito. Tuve que oír de mi madre su consabido: «¿Ves como te merecía la pena, tesorete? Ya te lo decía mami».

 Ya fuera de la tienda, me hice el ofendido con mi más enérgica protesta por su flagrante incumplimiento del acuerdo. Como compensación, conseguí unos gusanos de seda extra, allí mismo, en el pasaje, venciendo su oposición por el asco que le daba tenerlos por casa.

 Ya en el tranvía le pregunté el por qué de tan extraña cantidad de medida. Por su respuesta deduje que para ella era poco más o menos como el número áureo para los griegos. La cantidad perfecta para que ni falte ni sobre, porque en la fresquera los alimentos se estropean enseguida; para que el tendero esté pendiente de lo que sirve, y no ponga de más, con un «Uy, me he pasado un poquito, ¿le vale así?»; para ella obligarse a vigilar el fiel de la balanza, que nunca se sabe; para pedir siempre lo mismo y poder estimar a ojo si te sisan mercancía… «Vale, vale», ya me había convencido.

 Años después me he sorprendido pidiendo cuarto y mitad de clavos en la ferretería, de papel pautado en la tienda de música, o diciéndole a mi mujer que la luna estaba en cuarto y mitad creciente.

 Cuento todo esto para que se pueda entender la trascendencia que ha tenido en mi vida reciente la bendita cantidad. Llevaba semanas intentando establecer el motivo principal de la que había de ser mi nueva sinfonía. Hasta el momento, mi trayectoria profesional no se puede decir que haya sido exitosa; más bien al contrario.

 Llevado por mi deformación matemática, estuve ensayando motivos con la sucesión de Fibonacci, con números primos, series, número áureo… En ese momento recordé a mi madre y su divina proporción: el cuarto y mitad. No me lo podía creer. Podía ser la solución. Las figuras con puntillo tienen una duración una mitad mayor de la figura correspondiente. La figura que corresponde a un cuarto del compás, si lleva puntillo es un cuarto y mitad. Pues claro. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

   Trabajé febrilmente: la negra con puntillo y el silencio de negra con puntillo en los compases de 4x4, la corchea con puntillo y su correspondiente silencio en los compases de 4x8 y algunas aplicaciones más que no vienen al caso. Como resultado, he compuesto la mejor pieza de mi vida. Éxito en el estreno. Representaciones por el mundo.

 

Era mi tercera sinfonía, bautizada por los musicólogos como “la apuntillada”. A mi me viene otro nombre a la cabeza, pero tal vez le restaría relevancia. La formalidad en estos círculos no se presta a la broma fácil, salvo en el concierto de Año Nuevo. Mejor no. Pero todas mis partituras de trabajo de la sinfonía están encabezadas por ese título. Lástima que mi madre no haya podido verlo. Seguro que habría tenido que escuchar, complacido: «¿Lo ves chitín? Ya te lo decía mami».

 

Manuel Peris Junco,

1º premio categoria Senior  + 60 años


Concierto para piano

 

 El pasillo del hotel era muy largo; su habitación estaba al final. Mientras lo recorría, una sonrisa asomaba a su joven rostro. Metió la tarjeta en la cerradura y, se tiró en la cama vestido.

 Había sido un día agotador, el ensayo general había salido impecable. Mañana es el gran día, pero, cuánta lucha para llegar aquí.

 

1º movimiento: ALLEGRO NON TROPPO E MOLTO MAESTOSO

 

 Se levantó y se asomó a la noche, noche de cielo cuajado de estrellas, pero no como allí. Allí el crepúsculo es como un velo salpicado de lentejuelas brillantes, pero que a veces saltan, corren de un lado para otro. Ahora pasan por delante de sus húmedos ojos esos momentos al anochecer, tumbados su hermana y él boca arriba contándolas y poniéndoles nombres en krio, su dialecto.

  «Tampoco ha pasado tanto tiempo». Poco tiempo pero muchas cosas.

 

Empezó a recordar su aldea, sus amigos, su vida, como este primer movimiento del concierto que iba a interpretar, Allegro non troppo e molto maestoso. Así sucedía su vida, alegre, tranquila, difícil sí, pero como este primer movimiento, como el duelo entre piano y orquesta, entre la felicidad de su casa, el cariño de sus padres y de su hermana «¿Dónde estás Mariama?» y la brutal llegada de aquellos hombres.

 

 Aquella tarde, en el río, bañándose con los reflejos de los árboles como compañeros —molto maestoso— aparecieron de entre el follaje y se llevaron a los dos; el poblado estaba destruido, no había rastro de sus padres. No recuerda bien las horas y los días siguientes, solo el sopor de las drogas, el duermevela, el sueño artificial de largas pesadillas, y, sobre todo, la falta de Mariama. «¿Dónde está? ¿Dónde os la habéis llevado?». Por toda respuesta, un fusil y un hombre enseñándole a disparar. Días y días largos, campamentos llenos de hombres que asustan y te enseñan a matar. No entiendes nada, solo que estás aprendiendo a destruir la vida de los demás sin saber porqué. Vas a ser un niño soldado.

 

 «Mariama ¿dónde estás?»

 Se separó de la ventana y agotado, se metió en la cama, mullida, olorosa, cómoda. «Mañana es el gran día».

Era muy temprano cuando se levantó y se fue a pasear por el parque cercano al hotel, y… otra vez los recuerdos.

 Esa madrugada, despertando con las voces de esos hombres hablando con otros distintos, que no había visto nunca. Hablaban y entregaban ¿dinero? Parecía que discutían, las voces se elevaban, era como si estuvieran haciendo un negocio, como los pescadores de su aldea cuando volvían y vendían su mercancía y discutían los precios con los compradores. Uno de aquellos hombres lo sacó de su choza y lo entregó a otro hombre distinto, un hombre raro. Su piel era blanca, su cabello liso y de un color muy claro. —No te asustes —le dijo— Ven conmigo. Estás a salvo.

  

«Recuerdo aquel momento como si fuera ahora mismo. El viaje en un camión hasta la capital, Freetown, la llegada a una casa soleada, cómoda, limpia, el largo baño caliente, esa comida tan gustosa que saciaba un apetito de tantos días». Después siguieron unas semanas de incertidumbre, de novedades, de preguntas y respuestas, de viajes largos a zonas desconocidas con casas distintas con gentes diferentes.

 Poco a poco fue asimilando su nueva situación, perdiendo el recelo, el miedo, la desubicación. Aquel hombre de piel blanca que antes le asustaba tanto, le fue contando cómo iba a ser su nueva vida. Le había salvado de la guerra, de aquella en la que se había visto envuelto y se convirtió, al principio, en su padre, madre, hermana y, ahora en su inseparable amigo.

 

Pasaron meses y años de estudios, de avidez por aprender, de querer abarcar todo lo que la vida le ofrecía, de poder comunicarse con los que no comprendían su dialecto, de compañeros queridos, de juegos y risas compartidos.

 Se acomodó a aquella casa grande, luminosa, llena de niños que, como decía Teresa de Calcuta, son como las estrellas: nunca hay demasiados. A aquel jardín, a aquel lago y a aquellos amigos que no llevaban fusiles, ni bebían alcohol; llevaban lápices y cuadernos y libros, un gran armamento. Pero no volvió a saber de sus padres ni de Mariama.

 

2º movimiento: ANDANTINO SEMPLICE

 

Sentado en el banco de aquel parque pasaron las horas, como pasan las nubes un día de viento.

 «Qué tarde es. Tengo que volver. Hoy es el gran día».

 Después de comer, poco, tenía el estómago cerrado, se vistió y se encaminó al auditorio. Entró, se fue a su camerino, no sin antes echar un vistazo a su nueva arma, un Steinway de gran cola donde por un instante vio sentado a Baremboin, su ídolo. Mientras sonriendo cambiaba sus vaqueros por el frac, volvieron los recuerdos.

Fue un día nublado, parecía que iba a llover y se metió en la gran casa, donde había un piano como le habían dicho que se llamaba. Levantó la tapa y empezó a acariciar las teclas suavemente, luego pulsarlas una a una, las blancas, las negras… y a notar los cambios de sonido. Se sentó y ya, sin miedo, empezó a pulsarlas con un dedo, con dos, con una mano, con las dos. Era como si volviera a su casa, a su aldea, a su río, a su hermana.

 

Desde el fondo de la habitación le llegó la voz de Nacho: —Jawara, ¿qué haces? ¿te gusta?

 —Mucho —le respondió—. ¿Qué hay que hacer para que suene bien?

 —Hay que estudiar mucho —le dijo

 Y ahí empezó su nueva vida, estudios y más estudios, becas que consiguieron Nacho y sus buenas calificaciones. Llegada a Europa, conservatorios, escuelas, trabajo, trabajo y… una espina siempre clavada en su corazón: Mariama.

 Nacho le prometió buscarla; no sabía ni dónde ni cómo ni si la encontraría. Era difícil, podría habría sido vendida como esclava o como niña soldado.

 Un golpe en la puerta le devolvió al presente: —Faltan cinco minutos.

 

3ª movimiento: ALLEGRO CON FUOCO

 

Recorrió los pasillos del auditorio con su figura esbelta y elegante y apareció en el escenario. Los focos no le dejaban ver al público solo vio su arma, su piano. Aplausos, saludos con el director y… su primer concierto para piano como solista, el concierto nº 1 de Tchaikovsky.

 Atacó el primer movimiento como la primera parte de su vida, difícil. Llegó al segundo, prestísimo, como la segunda parte de su vida, muy rápida, y atacó el tercero, ahí estaba ahora, en su mejor momento, con fuego, con ritmo.

 Al acabar no pudo oír los aplausos, como Beethoven tampoco lo hizo en el estreno de su novena sinfonía. Solo veía pasar su vida y llegar ahí, a lo más alto. En esto, entre bastidores, Nacho le señaló el patio de butacas, y en la primera fila, ahora si podía ver bien, en la butaca uno, estaba ella, Mariama.

 

Maria del Carmen Iniesta Turanzas

2º premio categoría Senior + 60 años

 

 

 

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